martes, 10 de junio de 2014

El reino de los dinosaurios gigantes

Desde que Carlos III ordenara que le trajeran un animal prehistórico vivo hasta el reciente hallazgo del mayor ejemplar conocido, Argentina ha ido marcando hitos en la paleontología.

El paleontólogo José Luis Carballido, con el fémur que descubrió.
A menudo, detrás de los grandes golpes de suerte hay mucho trabajo. Puede parecer casualidad que hace dos años un peón rural en un lugar perdido de la Patagonia, atisbara un hueso enorme; que el peón avisara a los dueños del terreno, que los dueños se comunicaran con el museo Egidio Feruglio, en Trelew (provincia de Chubut), y que el hueso resultara ser un fémur de 2,40 metros perteneciente al que sus descubridores consideran el mayor dinosaurio encontrado hasta ahora: un saurópodo -devorador de grandes masas de bosques, cuello largo y cabeza pequeña- de 40 metros de largo y 20 de alto, con un peso aproximado de 77 toneladas, equivalente a 14 elefantes africanos.

Parece suerte, pero la cadena de hallazgos fortuitos nos lleva a otro día de 1787 cuando el fraile dominico Manuel de Torres empezó a desenterrar en las orillas del río Luján, a 68 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, los restos de un bicho de casi cinco metros de largo. El fraile se lo comunicó al virrey Nicolás Francisco Cristóbal del Campo, Marqués de Loreto. Y en 1788 el virrey envió los restos a España dentro de siete cajones. En cuanto el cargamento arribó a la Corte, Carlos III pidió: “Procure por cuantos medios sean posibles averiguar si en el partido de Luján o en otro de los de ese virreinato, se puede conseguir algún animal vivo, aunque sea pequeño… remitiéndolo vivo, si pudiese ser, y en su defecto disecado y relleno de paja…”.

En el virreinato se organizó una expedición en el virreinato para ver si se encontraba otro animal de ese porte. “Hoy resulta gracioso, pero no era tan descabellado”, comenta el paleontólogo Fernando Novas, del Museo de Ciencias Naturales de Buenos Aires. “Al menos se dieron cuenta de que los fósiles eran algo valioso, quisieron averiguar más sobre él”. Con el tiempo se supo que aquello era un mamífero extinguido hace unos 9.000 años. Se le bautizó con el nombre Megatherium americanum (bestia gigante americana), y puede apreciarse hoy, reposando sobre sus cuatro patas, en el museo de Ciencias Naturales de Madrid. “Fue el primer fósil al que se le adjudicó un nombre científico en toda América”, informa Novas.

Después vinieron muchos más hallazgos en Argentina no tan casuales. El zoólogo argentino Florentino Ameghino (1854-1911) desarrolló una actividad febril junto a su hermano Carlos. “Su hermano exploraba en el terreno y descubría los fósiles y él los describía”. Florentino costeó expediciones de su hermano a la Patagonia. Ya no buscaban solo mamíferos de la Pampa como el Megatherium desaparecidos 8.000 años atrás, sino dinosaurios extinguidos hace 65 millones de años.

Atraído por la enorme influencia de los Ameghino llegó a las orillas del río Luján un autodidacta que a la postre sería el paleontólogo vivo del país con mayor cantidad de especies de dinosaurios válidas descubiertas: 23. José Bonaparte es, a sus 84 años, maestro de maestros. De nuevo, la aparente casualidad hizo que un campesino descubriese allá por 1989 en la Patagonia un hueso que no sabía exactamente qué era. Lo extrajo de la tierra y lo donó al museo Carmen Funes, del municipio Plaza Huincul, en la provincia patagónica de Neuquén. Meses después, en uno de sus viajes a la zona, Bonaparte vio el material y se percató de que era una tibia descomunal. Así empezó a extraer lo que en 1991 se daría a conocer como el Argentinosaurus huinculensis, el mayor dinosaurio de América del Sur descubierto hasta este año y uno de los más grandes del mundo.

Para entonces, la pasión por los dinosaurios ya había prendido en Sebastián Apesteguía, paleontólogo de 44 años y uno de los alumnos predilectos de Bonaparte. “En mi adolescencia me enteré de la posibilidad de que podía existir un dinosaurio vivo en el Congo. En 1902 había habido un informe de un belga que hablaba de un bicharraco mitad elefante mitad cocodrilo. Era el famoso Mokèle-mbèmbé. Llegué a ponerme en contacto con una monja congoleña que vivía en Luján, para ver si podía aprender lingala [lengua bantú]. Ni se me ocurrió que podía arreglarme con el francés. Ella me puso en contacto con su hermano que vivía en Londres y me hice un pequeño diccionario”. Finalmente no fue al Congo, pero a los 18 topó con José Bonaparte en el museo de Ciencias Naturales de Buenos Aires y de ahí salió una frondosa carrera en el estudio.

También fue alumno de Bonaparte, Pablo Puerta, de 48 años, jefe de técnicos en el museo de Trelew, que acoge los primeros restos del mayor dinosaurio del mundo. Puerta participó en el hallazgo, pero el momento más feliz de su carrera sobrevino en 1989. “Pasamos por la orilla del lago Viedma, cerca del glaciar Perito Moreno, en la provincia patagónica de Santa Cruz. Y vimos una vértebra gigantesca. Decidieron dedicarme a mí el hallazgo y le bautizaron como Puertasaurus. Hasta el hallazgo reciente era el más grande del mundo, junto con el Argentinosaurus”.

¿A qué se debe, entonces, que los tres mayores dinosaurios del mundo hayan aparecido en Argentina? “Tenemos un país extraordinariamente rico en fósiles”, señala Fernando Novas, miembro del equipo que ha encontrado el fémur en Chubut. “Lugar que se escarba, lugar donde aparecen huesos prehistóricos. Pero no menos importante es la tradición cultural de Argentina, que a pesar de haber pasado por los más diversos altercados políticos y económicos, posee una buena parte de la sociedad con una firme formación académica que nos permite comprender lo que aquí descubrimos. Estamos a la vanguardia de los descubrimientos y estudios de dinosaurios del hemisferio sur”.

“El 60% del país es semidesértico, expuesto a una erosión constante”, añade Sebastián Apesteguía. “Y eso hace que las rocas están expuestas en la superficie, que los fósiles sean muy fáciles de ver”. El paleontólogo del museo de Trelew, José Luis Carballido, de 36 años, aporta otra razón: “Mucho de los hallazgos son posibles gracias a los avisos de los pobladores del campo. Pero si la gente común no tuviera en mente la palabra dinosaurio nosotros recibiríamos solo el 2% de las denuncias de hallazgos que recibimos y descubriríamos el 10%. Eso conlleva a que muchos de los avisos estén infundados. En Patagonia cualquiera ve una piedra rara y ya piensa que es un huevo de dinosaurio. Los huevos son un poco más chicos que una pelota de fútbol y la mayoría tiran a grises. Un paleontólogo los detecta enseguida. Pero cuando te denuncian algo hay que ir porque tal vez terminas haciendo el descubrimiento de tu vida”.

Todos los paleontólogos consultados aseguran que la parte que más les gusta de su trabajo es la de las campañas sobre el terreno, casi siempre en la Patagonia. “Son fantásticas”, explica Apesteguía, “estás fuera del mundo. En muchos de estos lugares no hay absolutamente nadie, es como caer en otro planeta. Tenés tu agua, tus víveres y la comunidad de técnicos que te acompaña. Por eso es muy delicado saber a quién elegís para llevar al campo”.

Pero a menudo la aventura del hallazgo también surge en el laboratorio. “Hay fósiles que al verlos en el campo ya sabes lo que es”, añade Apesteguía. “Pero muchas veces lo cubrimos y lo sacamos sin tener ni idea de lo que te puedes encontrar. Y al preparador le toca descubrirlo. Hace un mes vimos un fósil que parecía una mandíbula de cocodrilo. Era poco importante porque tenemos esqueletos completos de cocodrilo. Pero al prepararlo apareció material del cráneo y de pronto vimos que teníamos entre manos a la serpiente más primitiva del mundo, con 95 millones de años. La encontramos en la provincia de Río Negro y estamos aún en estudio”.

José Luis Carballido cree que en esa cadena de conocimientos que va desde los laboratorios de los museos argentinos hasta los rincones más remotos de la Patagonia fue esencial el trabajo de Bonaparte. “Formó a los investigadores y fue muy importante lo que provocó en la gente. Puso en los ojos de todo el mundo que la Patagonia está llena de dinosaurios. En el embalse del Chocón, si caminas por el borde del lago estás pisando las huellas que dejaron los dinosaurios hace 90 millones de años. Es todo muy loco. La huella de un saurópodo no es más que un pozo profundo con agua y la gente no le daría bola si no fuese por el trabajo previo de investigación y difusión”.

En un lugar de tanta riqueza de fósiles no podía faltar el contrabando ilegal. En 2006, la Interpol interceptó cientos de huevos de dinosaurios patagónicos. Se estaban vendiendo en una feria de Tucson (Arizona) a 4.000 dólares cada uno. “En un país en donde todo el mundo sabe que hay fósiles por todos lados es imposible controlar eso”, reconoce Carballido.

“Si se trafica con humanos, ¿cómo no lo van a hacer con un huevo de dinosaurios? Pero, a pesar de todo, ahora las leyes resguardan mejor el patrimonio que hace unos años”, cree.

Un patrimonio descomunal y que no para de crecer desde aquellas expediciones que intentaron capturar algún pariente vivo del Megatherium americanum.


Fuente: El País

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